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jueves, 25 de octubre de 2012

LA CARRERA DE DOC RIVER, SU LEGADO


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Una de las cosas más extrañas de todo este revuelo es la manera en que nosotros, los periodistas, medimos nuestra propia vida según la vida pública de las personas a las que cubrimos. Esto es algo común a todas las personas que se ganan la vida informando sobre cualquier cosa, pero es especialmente agudo entre aquellos que se han ganado la vida cubriendo partidos.

El fenómeno se manifiesta de varias formas. Por ejemplo, llega un momento en el que todos los periodistas deportivos se dan cuenta de que todos los atletas a los que cubren son más jóvenes que ellos. Luego, descubres que todos entrenadores a los que cubres son más jóvenes que tú. Finalmente, y este punto se agudizó durante el boom de la época de la alta tecnología-- y más tarde con el Internet--
 en los últimos 30 años, te das cuenta de que todos los propietarios a los que cubres son más jóvenes que tú. Sospecho que este mismo fenómeno ocurre con los periodistas políticos y con las personas que cubren los policiales. Debe despertar una crisis existencial el hecho de descubrir un buen día que tú eres mayor que todos los miembros del Senado de los Estados Unidos, y/o la mayoría de los miembros de la mafia local.

La otra forma en la que ocurre es que rastreas la carrera de alguien por alguna razón u otra hasta que tus experiencias acumuladas de ver a un jugador tanto tiempo forman un arco completo de recuerdos de tu propia vida. Lo mismo ocurre con Glenn "Doc" Rivers, de 51 años, y yo. Rivers acordó el pasado mes de mayo dirigir a los Boston Celtics por otros cinco años, superando la vida útil de una buena pieza del roster actual, y sin duda más tiempo del que pensé que estaría aquí. (Existe la suposición entre los periodistas del básquetbol que Rivers podría alejarse de su puesto mañana y volver a tener un trabajo lucrativo como comentarista de televisión.) Puedo seguir su carrera a través de las cosas que él ha hecho y que han tenido un impacto emocional en mi vida como fan del básquetbol, aunque fueran transitorias o tontas. Tenemos mucha historia.

La primera de éstas llegó en 1980, en un torneo nacional de preparatoria llamado Boston Shootout. Eran días relativamente inocentes cuando el básquetbol de la AAU todavía no se había convertido en la principal vía de acceso al espectáculo corporativo multimillonario llamado básquetbol universitario.

El Shootout enfrentaba a los equipos de las grandes ciudades. Algunos estaban compuestos por auténticos All-Stars, básicamente formados por los mejores jugadores de la ciudad. Otros eran planteles sin demasiada organización, símil AAU, cuyas diversas figuras eran personajes desconocidos de dudosa reputación. (Un equipo de Nueva York me fue descrito por un scout prominente como financiado por un "enigmático magnate boliviano del estaño", lo que no sonó para nada bien.) El Shootout era lo mejor del calendario deportivo de Boston, ya que era un contexto suelto y original para ver la próxima generación de estrellas del básquetbol universitario. La identificación de dichas estrellas aún no se había convertido en el monstruo que es hoy en día.

(A veces, el "flojo y original" era un tanto "extraño e inapropiado", como aquella vez que un jugador golpeó el borde inferior del cristal y quedó inconsciente, y, mientras los entrenadores lo asistían, el DJ de la casa hizo sonar el hit del momento de McFadden & Whitehead, "Ain't No Stoppin' Us Now".)
En 1980, yo estaba arrancando como periodista alternativo principiante en el Boston Phoenix, donde cubría mucho de política; por lo que recuerdo, tuve que trabajar hasta tarde en una historia de George H.W. Bush durante la primera noche del Shootout ese año. El editor de deportes del Phoenix volvió a la oficina hablando maravillas de este chico Rivers de Chicago, de quien yo sólo había oído que se había comprometido a jugar en Marquette, donde yo había pasado cuatro años de mi vida aprendiendo algo sobre el periodismo, escribiendo de bolos para el periódico local --una posición muy respetable en Milwaukee, amigo-- y haciendo peregrinaciones quincenales a ejercicios religiosos celebrados en el Milwaukee Arena por Al McGuire, él de santa memoria. Esto despertó mi interés, así que, después de poner a Poppy a dormir, fui al Shootout la noche siguiente y vi a Rivers y al equipo de Chicago enfrentarse a un conjunto parlanchín de Nueva York.


Rivers se había lastimado un músculo la noche anterior y jugó la primera mitad del partido con la pierna bien vendada, lo que limitó su movilidad. Francamente, no comprendí por qué tanto alboroto. Lo mismo va para los muchachos de Nueva York. Lo esperaron afuera de los vestidores al final del medio tiempo. Se repartieron diversas aspersiones de 12 letras. No faltó argot sobre las partes íntimas femeninas. Rivers entró en los vestidores. Salió sin la venda. Procedió a inspirar más maldiciones en los neoyorquinos, esta vez para sí mismos. Cargó y volcó. Hizo llover triples. Falló triples, pasó sobre sus cabezas, y metió los rebotes. Esto ocasionó un cierto entusiasmo de mi parte. Después de una determinada jugada -- creo que fue una de las volcadas -- la silla plegable en la que estaba sentado voló hacia atrás y se rompió en pedazos contra las tablas del hockey detrás de mí. Recuerdo claramente que hice la promesa de construirle a mi alma mater un nuevo edificio, siempre que pudiera ponerle el nombre de este chico Rivers. (Obviamente, renegué de esta promesa en los años siguientes.) Fue una gran noche.

Un par de años después, un sábado por la tarde de nevisca en pleno invierno, estaba sentado en mi apartamento de Jamaica Plain con muy poco que hacer, y, siendo todavía un periodista alternativo, con muy poco dinero para hacerlo de todos modos. Lo que sí sabía era que Marquette se enfrentaría a Notre Dame en Milwaukee esa tarde. (El básquetbol universitario aún no había despegado del todo. Sirve de prueba el hecho de que el partido no se transmitía por televisión en Boston.) La rivalidad aún estaba caliente en aquellos días, a pesar de que Al se había retirado cinco o seis años antes, pero Digger Phelps todavía era entrenador de Notre Dame y, francamente, si Digger Phelps hubiera dirigido en contra de la Universidad de California en el infierno, yo habría ido a ver el partido con un traje rojo y un tridente.

Mientras estaba sentado en mi apartamento viendo caer la nieve y contemplando mi vida social, que también estaba bastante estancada en ese momento, un amigo me llamó desde Milwaukee. El juego estaba empatado y en los minutos finales. Puso el receptor cerca de una radio para que yo pudiera escuchar las jugadas. Percibí a través de la algarabía de la estática de segunda mano que Rivers tenía la pelota, y luego un gran estruendo indiferenciado llegó a través del teléfono. Era como ese momento en Fail-Safe en el que saben que las armas nucleares han detonado por la forma en que los teléfonos chillan mientras se derriten. Le llevó a mi amigo unos largos segundos volver a la línea y decirme que Rivers había lanzado el balón a mitad de cancha para ganar el partido. Colgué el teléfono, salí al porche del edificio de tres pisos en el que vivía en ese momento, y dejé escapar un grito en la dirección de West Roxbury que alarmó tanto a las dos hermanas irlandesas de edad avanzada que vivían en el segundo piso que una de ellas subió las escaleras para ver si yo estaba bien.

He seguido la carrera de Doc durante el resto de la mía. Pasé del periodismo alternativo a los tabloides deportivos. Doc pasó de Marquette a los Atlanta Hawks, donde lo vi jugar una buena serie de playoffs en 1988 que terminó con el memorable duelo entre Larry Bird y Dominique Wilkins en el último cuarto que encendió el viejo Garden. Doc marcó 16 puntos y 18 asistencias en ese partido antes de salir por faltas. Me encontré con él en varias oportunidades después de eso. Esa misma temporada, cuando el Juego de las Estrellas había estado en Chicago, hablamos de cómo su padre, Grady, un policía de Chicago, solía frecuentar los clubes de blues de la ciudad. Tiempo después, cuando él estaba cerrando su carrera como jugador en San Antonio, marcamos a un amigo nuestro que había ido a Dayton y nos preguntó si nos gustaría volver para ver a su escuela izar su bandera NIT. Doc le explicó que, en Marquette, sólo izábamos para los campeonatos nacionales. Incluso escribí sobre él cuando tomó el trabajo como entrenador de los Celtics y habló acerca de los momentos difíciles que había pasado en la universidad, cuando se descubrió que la mujer con la que estaba saliendo, quien se convertiría en su esposa, era blanca, que es algo que yo no sabía, pero que no me sorprendió en lo más mínimo.

Ganó un campeonato, estuvo a punto de ganar otro, y ahora se enfrenta a un trabajo de reconstrucción no muy diferente al que encaró en Orlando, cuando comenzó a desarrollar sus dotes como entrenador por primera vez. Su estrella es un base bastante terco y a veces recalcitrante llamado Rajon Rondo, y su dinámica interpersonal es una de las más intrigantes de la liga. No se parece a la relación entre Mike Brown y Kobe Bryant, o entre Erik Spoelstra y sus dos superestrellas, por ejemplo, ya que en Boston el poder en la relación está mucho más dividido entre entrenador y jugador, y también porque estos dos hombres son muy elocuentes sobre lo que perciben de sus lugares relativos en el universo. Ésta es la última de las razones por las cuales ha valido la pena seguir la larga carrera de Doc Rivers. Ya no rompo muchas sillas, pero estaría mintiendo si dijera que no estoy fascinado con lo que viene después.

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