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lunes, 8 de julio de 2013

HOWARD O EL MITO DEL NARCISISMO

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En la mitología griega, Narciso era un ser de belleza incomparable. Se paseaba por los bosques despertando los suspiros de las ninfas, rechazándolas una y otra vez producto de su vanidad. No se dejaba tocar, no se dejaba abrazar por nadie. Un día, Narciso se acercó a beber agua de un arroyo y al verse reflejado se enamoró de su propio reflejo.

Murió contemplando su propia imagen, sin animarse a dañar lo que la propia naturaleza reflejaba.

Dwight Howard es un caso que abraza el mito de Narciso en los tiempos que corren. Amor por sí mismo sin importar lo que está alrededor. Tiempo atrás, el Magic sucumbió ante los rechazos del gigante nacido en Atlanta, porque según los allegados "ese mercado le quedaba chico". Ahora, deja atrás a los Lakers porque, según allegados "es un mercado que le quedaba grande".

Howard transita la condena de no saber qué es exactamente lo que quiere. Lo que sintió con Stan Van Gundy años atrás lo volvió a sentir en esta oportunidad con Mike D'Antoni. Es la vieja escuela contra la nueva. Howard, envuelto en su egocentrismo desmedido, arrasa con todo lo que tiene alrededor. No importa el triunfo en equipo porque, a decir verdad, nunca importó el equipo: está convencido que el sol gira alrededor de la tierra siendo su cabeza el propio sol.

Los Lakers quedaron destruidos con la salida de Howard. No alcanzó la comitiva de Magic Johnson, Kobe Bryant y Steve Nash, entre otros, para convencer al gigante de quedarse. Entre chistes y bromas recurrentes, Howard hizo siempre lo que se le dio la gana, sin importar demasiado el costo de sus decisiones. Con Bryant lesionado, y sin la posibilidad de contratar una ficha de su costo en el futuro cercano, la renovación de DH12 se tornaba indispensable.

Él lo sabía, sus compañeros lo sabían y los fanáticos lo sabían. En vez de rozarse con la realidad y meter las manos en el barro, esta versión diminuta de Superman escapó por la puerta de emergencia cuando empezó a detectar el aroma a kryptonita.

"Howard no pudo soportar las luces brillantes de L.A.", dijo Shaquille O'Neal. Esta apreciación es correcta y se sumerge en una problemática mayor: no puede haber nada que lo opaque al menos un poco. Es una punta de ovillo que desata el hedonismo en su máxima expresión. Si no es cómodo, no conviene. Si necesita tiempo de adaptación, aburre. Si requiere esfuerzo extra, hay que esquivarlo.

Howard no tiene la materia prima necesaria para conducir a una franquicia a un campeonato.

Es inmaduro, egocéntrico y sufre uno de los peores males de la generación posmoderna: no sabe esperar. Todo tiene que ser ya, en este instante, o no sirve. En el Magic, todo giraba alrededor de este Rey Sol: cuatro jugadores y él como máxima referencia. Un ícono trascendental para hacer y deshacer según la conveniencia del caso. Su propia conveniencia.

Van Gundy lo supo y así encontró su mejor versión pese a todo lo que tuvo que soportar a diario.

Cuando Howard tuvo que formar parte de un combo de estrellas -he aquí también una llamada de atención a la gerencia de Lakers- ni siquiera lo intentó demasiado. Es la diferencia entre quererlo en serio y quererlo flojito: abandonó el barco cuando se produjo la primera tormenta.

La historia puede ser hermosa o cruel, pero tiene un rasgo que jamás muta: tarde o temprano se repite. Con Howard fue una cuestión de meses, no de años. La fidelidad parecería ser una cualidad pasada de moda. Ya no importa el medio para llegar al fin sino que lo trascendental es el fin en sí mismo. Howard escapa hacia otro destino mejor en su búsqueda de ganar un campeonato como sea, una fórmula que se replica caso a caso con más frecuencia. He aquí el gran mensaje: Howard puede abandonar una franquicia una, dos, mil veces, pero jamás podrá abandonarse a sí mismo.

El entorno puede afectar a la estrella, pero la estrella tiene que entender cómo está afectando desde su lugar al entorno.

Los Lakers fueron víctimas de sus propias elecciones. Hoy deben agradecerle a todos los dioses de Hollywood contar con Pau Gasol, un jugador que soportó todo tipo de desplantes y sin embargo se quedó a pelear su posición como corresponde. En vez de escapar, infló el pecho y soportó las balas. Eso es lo que hace un verdadero Superman, en este caso disfrazado de Clark Kent. De nuevo, la vieja escuela contra la nueva.

Me atrevo a decir que el experimento de Rockets puede tener problemas. Al menos con este plantel, porque Howard puede padecer en esta franquicia lo mismo que sufrió en el equipo angelino. James Harden es excelente pero tiene mucho tiempo el balón en su poder. Jeremy Lin lo mismo. Con esta dupla de armadores protagonistas, Kevin McHale deberá hacer un flipper con un multiball inevitable: imposible que brillen todos, al mismo tiempo, con un solo balón. Y para jugar como lo hacía en Orlando, lo mejor que podría haber hecho Howard es... quedarse en Orlando.

"Financieramente, estoy dejando mucho dinero arriba de la mesa, dejando una franquicia con historia, pero es una oportunidad para escribir mi propia historia", dijo Howard.

Sin embargo, su historia empezó a escribirse hace ya demasiado tiempo. Los Rockets son el tercer capítulo de una saga con más discusiones contractuales que hechos deportivos destacables. En definitiva, no se trata de Orlando, de Los Angeles o de Houston. Se trata de la aventura de un hombre que, avasallado por la propia incertidumbre, sigue sin encontrar su propia identidad.

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Por Bruno Altieri
ESPN.com

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