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En la mitología griega, Narciso era un ser de belleza incomparable.
Se paseaba por los bosques despertando los suspiros de las ninfas,
rechazándolas una y otra vez producto de su vanidad. No se dejaba tocar,
no se dejaba abrazar por nadie. Un día, Narciso se acercó a beber agua
de un arroyo y al verse reflejado se enamoró de su propio reflejo.
Murió contemplando su propia imagen, sin animarse a dañar lo que la propia naturaleza reflejaba.
Dwight Howard
es un caso que abraza el mito de Narciso en los tiempos que corren.
Amor por sí mismo sin importar lo que está alrededor. Tiempo atrás, el
Magic sucumbió ante los rechazos del gigante nacido en Atlanta, porque
según los allegados "ese mercado le quedaba chico". Ahora, deja atrás a
los Lakers porque, según allegados "es un mercado que le quedaba
grande".
Howard transita la condena de no saber qué
es exactamente lo que quiere. Lo que sintió con Stan Van Gundy años
atrás lo volvió a sentir en esta oportunidad con Mike D'Antoni. Es la
vieja escuela contra la nueva. Howard, envuelto en su egocentrismo
desmedido, arrasa con todo lo que tiene alrededor. No importa el triunfo
en equipo porque, a decir verdad, nunca importó el equipo: está
convencido que el sol gira alrededor de la tierra siendo su cabeza el
propio sol.
Los Lakers quedaron destruidos con la salida de Howard. No alcanzó la comitiva de Magic Johnson, Kobe Bryant y Steve Nash,
entre otros, para convencer al gigante de quedarse. Entre chistes y
bromas recurrentes, Howard hizo siempre lo que se le dio la gana, sin
importar demasiado el costo de sus decisiones. Con Bryant lesionado, y
sin la posibilidad de contratar una ficha de su costo en el futuro
cercano, la renovación de DH12 se tornaba indispensable.
Él
lo sabía, sus compañeros lo sabían y los fanáticos lo sabían. En vez de
rozarse con la realidad y meter las manos en el barro, esta versión
diminuta de Superman escapó por la puerta de emergencia cuando empezó a
detectar el aroma a kryptonita.
"Howard no pudo soportar las luces brillantes de L.A.", dijo Shaquille O'Neal.
Esta apreciación es correcta y se sumerge en una problemática mayor: no
puede haber nada que lo opaque al menos un poco. Es una punta de ovillo
que desata el hedonismo en su máxima expresión. Si no es cómodo, no
conviene. Si necesita tiempo de adaptación, aburre. Si requiere esfuerzo
extra, hay que esquivarlo.
Howard no tiene la
materia prima necesaria para conducir a una franquicia a un campeonato.
Es inmaduro, egocéntrico y sufre uno de los peores males de la
generación posmoderna: no sabe esperar. Todo tiene que ser ya, en este
instante, o no sirve. En el Magic, todo giraba alrededor de este Rey
Sol: cuatro jugadores y él como máxima referencia. Un ícono
trascendental para hacer y deshacer según la conveniencia del caso. Su
propia conveniencia.
Van Gundy lo supo y así encontró su mejor versión
pese a todo lo que tuvo que soportar a diario.
Cuando Howard tuvo que
formar parte de un combo de estrellas -he aquí también una llamada de
atención a la gerencia de Lakers- ni siquiera lo intentó demasiado. Es
la diferencia entre quererlo en serio y quererlo flojito: abandonó el
barco cuando se produjo la primera tormenta.
La
historia puede ser hermosa o cruel, pero tiene un rasgo que jamás muta:
tarde o temprano se repite. Con Howard fue una cuestión de meses, no de
años. La fidelidad parecería ser una cualidad pasada de moda. Ya no
importa el medio para llegar al fin sino que lo trascendental es el fin
en sí mismo. Howard escapa hacia otro destino mejor en su búsqueda de
ganar un campeonato como sea, una fórmula que se replica caso a caso con
más frecuencia. He aquí el gran mensaje: Howard puede abandonar una
franquicia una, dos, mil veces, pero jamás podrá abandonarse a sí mismo.
El entorno puede afectar a la estrella, pero la estrella tiene que entender cómo está afectando desde su lugar al entorno.
Los Lakers fueron víctimas de sus propias elecciones. Hoy deben agradecerle a todos los dioses de Hollywood contar con Pau Gasol,
un jugador que soportó todo tipo de desplantes y sin embargo se quedó a
pelear su posición como corresponde. En vez de escapar, infló el pecho y
soportó las balas. Eso es lo que hace un verdadero Superman, en este
caso disfrazado de Clark Kent. De nuevo, la vieja escuela contra la
nueva.
Me atrevo a decir que el experimento de
Rockets puede tener problemas. Al menos con este plantel, porque Howard
puede padecer en esta franquicia lo mismo que sufrió en el equipo
angelino. James Harden es excelente pero tiene mucho tiempo el balón en su poder. Jeremy Lin lo mismo. Con esta dupla de armadores protagonistas, Kevin McHale deberá hacer un flipper con un multiball
inevitable: imposible que brillen todos, al mismo tiempo, con un solo
balón. Y para jugar como lo hacía en Orlando, lo mejor que podría haber
hecho Howard es... quedarse en Orlando.
"Financieramente,
estoy dejando mucho dinero arriba de la mesa, dejando una franquicia
con historia, pero es una oportunidad para escribir mi propia historia",
dijo Howard.
Sin embargo, su historia empezó a
escribirse hace ya demasiado tiempo. Los Rockets son el tercer capítulo
de una saga con más discusiones contractuales que hechos deportivos
destacables. En definitiva, no se trata de Orlando, de Los Angeles o de
Houston. Se trata de la aventura de un hombre que, avasallado por la
propia incertidumbre, sigue sin encontrar su propia identidad.
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Por Bruno Altieri
ESPN.com
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