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LOS ÁNGELES -- A Dwight Howard le escribo con el beneplácito de mis sensaciones, ésas a las que él mismo ha dado la razón con la decisión de marcharse de Los Ángeles Lakers tras un año en el que prometió ganarlo todo y no pudo siquiera llevarse una ovación en condiciones por parte del respetable.
Después de una temporada mirándole con lupa de periodista, no era difícil imaginar su marcha. Por sus antecedentes y por su gradual depresión.
Howard sabía que quería cambiar de aires desde hace mucho tiempo. Desde que las derrotas comenzaron a eclipsar aquellas expectativas gestadas durante el verano y acabaron por ejercer una presión constante sobre el equipo y sobre su maltrecha espalda. Desde que comprobó que la conexión con Pau Gasol era inexistente y vivió en sus propias carnes lo que era compartir cancha con un líder de la altura de Kobe Bryant.
El cóctel de despropósitos para sus aspiraciones individuales aderezaron su malestar. Entonces llegó Mike D´Antoni y su sistema inexistente. El famoso sistema que sacó de quicio a jugadores y aficionados y acabó por hundir al coach en un mar de críticas. Fue entonces, en una de esas noches aciagas desde la línea de tiros libres que a la postre influyeron en uno de los muchos resultados negativos de su equipo, cuando vi torcerse el gesto de Howard por primera vez.
Y de ahí al pozo de la amargura 'howardiana'.
Siempre que habló de conseguir el campeonato lo hizo con la boca chica. Nadie, ni siquiera él, creía sus palabras y ahora, cansado de mentir piadosamente y por diplomacia, de tratar de convertir su corazón al 'oropurpurismo lagunero', después de darse de bruces con la realidad de no poder erigirse como uno de esos centros históricos a la altura de Kareem-Abdul Jabbar o Shaquille O´Neal, ya era hora de buscar un nuevo rumbo. Por él y por la franquicia.
Que nadie se engañe, Howard no está preparado para liderar a los Lakers, pero los Lakers tampoco están preparados para darle un anillo a corto plazo al jugador.
A pesar de sus constantes dudas, de sus cambios de opinión, de su "ahora hay un 50 por ciento de posibilidades de ir a uno u otro equipo" (así se expresó poco antes de comunicar sus deseos definitivos refiriéndose a Houston o L.A.), a pesar de todo, Howard tomó la decisión correcta.
Los Lakers de la temporada que viene lucirán de la misma manera que la pasada. El núcleo Steve Nash, Kobe Bryant, Pau Gasol y Metta World Peace seguirá inalterable si las lesiones lo permiten y de ahí se construirá un plantel en el que D´Antoni manejará las riendas desde el principio.
Después de las caritas de pan que Howard puso el año pasado, ¿acaso alguien apostaba por su continuidad? ¿Hubiera soportado el jugador otros cinco años de D´Antoni? ¿Otro cambio de coach? ¿La alargada sombra de jugadores como O´Neal, Magic, o Bryant?
No.
El centro se va a un lugar en el que tiene la fe de brillar, una fe palpable y más realista que la que tuvo en Los Ángeles. Houston es un equipo joven, renovado, con un líder como James Harden que acaba de jugar su primera temporada en el equipo, con un Chandler Parsons con el que guarda una magnífica amistad, con un Jeremi Lin que tiene mucho que explotar, y con un coach como Kevin McHale que sabe cómo tratar a los centros y del que aprenderá mucho.
Las perspectivas de Houston son muy halagüeñas al tiempo en que los laguneros siguen estando en la cuerda floja. El proceso de renovación es urgente y en la franquicia no hay pensamiento alguno de llevarlo a cabo a corto plazo.
La lógica ha marcado la decisión de Howard, pero hay una cosa clara, al chico más caprichoso de la NBA le queda una sola oportunidad para recuperar su dominancia, para volver a enseñar ese poderío que todo el mundo espera ver reflejado a base de títulos.
Tiene cuatro años por delante y 30 millones de dólares menos para dejar de ser ese amago de centro histórico, esa eterna promesa. ¿Lo logrará? ¿Serán éstas las piezas que faltaban en su puzzle particular?
Más vale, porque si no se convertirá en uno de los mayores fiascos de la historia de la NBA.
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Por Gonzalo Aguirregomezcorta
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